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PACTO DE SANGRE

Ahora nadie me llama por mi nombre: Octavio. Todos me llaman abuelo. Incluida mi propia hija. Cuando uno tiene, como yo, ochenta y cuatro años, qué más se puede pedir. No pido nada. Y no hablo. Los demás creen que no puedo hablar, incluso el médico lo cree. Pero yo puedo hablar y por la noche suelo pronunciar mi monólogo en voz baja. Muy a menudo recuerdo a Teresa, mi mujer. Tuvimos cuatro hijos: tres chicos y una chica. El ataque de asma que se la llevó fue el prólogo de mi infarto. Sesenta y ocho tenía ella, y yo setenta. Por eso, ¿con quién voy a hablar? Pienso que para Teresita, mi hija, y para mi yerno soy un peso muerto. Claro que me quieren, pero imagino que es de manera como se puede querer a un mueble de anticuario o a un reloj de cuco o (en estos tiempos) a un microhondas. Mi hija viene por la mañana temprano y no me dice “¿Qué tal papá?” sino “¿Qué tal abuelo?” Al mediodía viene mi yerno Aldo Cagnoli[83] y dice “¿Qué tal abuelo?” Les contesto siempre con una sonrisa, un cabeceo conformista y una mirada, lacrimosa de costumbre, pero inteligente.

El único que con todo derecho me dice abuelo es, por supuesto, mi nieto que se llama Octavio como yo. Mi nieto es el único ser humano con el que hablo, además de conmigo mismo, claro.

Esto empezó hace un año, cuando Octavio tenía siete. Una vez yo estaba con los ojos cerrados y, creyéndome solo, dije en voz alta: “¡Cómo me duele el riñón!” Mi nieto que estaba a mi lado me dijo:

− Pero, abuelo, estás hablando.

Y yo le propuse un convenio: por un lado él mantenía el secreto de que yo podía hablar, y por otro, yo le contaría cuentos que nadie sabía.

− Está bien, − dijo, − pero tenemos que sellarlo con sangre.

Salió y volvió casi enseguida con una hoja de afeitar, un frasco de alcohol y un paquete de algodón. Con toda tranquilidad me hizo un tajito minúsculo y él se hizo otro, ambos en las muñecas. Cuando salieron unas gotas de sangre juntamos nuestras heridas mínimas y nos abrazamos.

Desde entonces, siempre que quedamos solos en casa, lo que ocurre con frecuencia, en cumplimiento del pacto, le cuento cuentos desconocidos e inéditos. Y cada día le cuento algo nuevo, porque tengo a mi disposición prácticamente todo el día para inventar los más inverosímiles detalles.

La verdad es que no recuerdo cómo eran mis hijos cuando tenían la edad que hoy tiene Octavio. El mayor, Simón, murió. El segundo, Braúlio, está en Denver con su familia. A veces me envía fotos tomadas en su encantadora Polaroid, o alguna postal. Siempre añade al final: un abrazo para el Viejo. El Viejo soy yo. Recuerdo que una vez me regaló una radio a transistores que a menudo queda sin pilas. Mi tercer hijo se llama Diego y está en Europa, enseña en Zurich, me parece, sabe alemán y todo. Tiene dos hijas, que también saben alemán pero en cambio no saben español. Diego escribe menos que Braúlio, pero envía una postal para la Navidad en la que las niñas ponen sus saludos pero en alemán.

Entonces, mis contactos con el mundo se reducen a mi hija y su marido, al médico y al enfermero, y, sobre todo, a mi nieto, que es lo único que me mantiene vivo. Es decir, me mantenía. Porque ayer por la mañana vino, me besó y me dijo:

− Abuelo, me voy por quince días a Denver a la casa del tío Braúlio, ya que saqué buenas notas y me gané estas vacaciones.

Se me hizo un nudo en la garganta y no pude decir nada. Además estaban en la habitación mi hija y mi yerno. Así que abracé a Octavio, le apreté la mano y puse mi muñeca junto a la suya como testimonio de lo que ambos sabíamos y él entendió que le echaría mucho de menos. Y se fueron.

Tres o cuatro horas más tarde volvió a entrar Aldo, sólo Aldo, y me dijo:

− Mire, abuelo, Octavio no se fue para quince días sino para un año y tal vez más. Queremos que estudie[84] en los Estados Unidos. Así aprenderá desde niño el idioma y tendrá una formación que va a servirle mucho. Él tampoco lo sabe, se lo diremos por carta. Le quiere mucho, abuelo.

Y me abandonó y me dejó a solas con mi abandono, porque ahora sí que no tengo a nadie, y tampoco a nadie con quien hablar.

Comprendí que ahora sí tengo ganas de morir como corresponde a un viejo de ochenta y cuatro años. Moriré sin decir nada, ni ciao[85], ni apenas adiosito con la última mirada, para que alguna vez sepa[86] Octavio, mi nieto, que ni siquiera en ese instante peliagudo violé nuestro pacto de sangre.

 

Preguntas del texto:

1. ¿Cuántos años tiene Octavio? ¿Cómo le llaman todos?

2. ¿Cuántos hijos tiene? ¿Cómo murió su mujer?

3. ¿Cómo describe el amor de su hija y su yerno? ¿Cómo le tratan?

4. ¿Con quién habla el abuelo?

5. ¿Cuándo empezó su amistad con Octavio el nieto?

6. ¿Qué convenio hicieron? ¿Cómo sellaron el pacto?

7. ¿Cómo pasaban el tiempo cuando estaban solos en casa?

8. ¿Qué sabemos de otros hijos del abuelo y sus familias?

9. ¿Dónde iba a pasar Octavio el nieto sus vacaciones?

10. ¿Es verdad que se marchó sólo para quince días?

11. ¿Qué sintió el abuelo al separarse con su nieto?

 





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