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Congreso en Granada

Hace un día formidable. Nacho tiene un montón de cosas que hacer y Pepe se queda un rato paseando solo por los jardines del Parador. La verdad es que tiene un poco de resaca: demasiados boleros. Aunque se siente joven, feliz y enamorado, sabe que sólo ha dormido un par de horas y que tiene que ponerse a trabajar. Tiene las ideas poco claras, pero hay que empezar. «¿Dónde estará Rita?», se pregunta.

Se asoma a la sala de actos, donde está hablando un conferenciante japonés, y busca a la Iowsky. No está. Piensa que lo mejor será preguntar en recepción. Uno de los recepcionistas le dice que acaba de salir. Pepe empieza a correr hacia la puerta y varios congresistas lo miran asustados. A lo lejos, en la calle que va hacia el centro de la ciudad, ve a Rita, andando rápido. Algo le dice que es mejor no llamarla. «¿Adónde irá con tanta prisa?». En unos minutos, llegan al centro y cruzan la Plaza Nueva. Rita se para un momento a hablar con un guardia urbano. Le pregunta una dirección. Los dos miran un plano. Rita le da gracias al guardia con una sonrisa triste y sigue andando a toda velocidad. Ahora hacia el Albaicín.

Por pequeñas calles blancas y llenas de jardines llegan hasta la Iglesia de San Nicolás. No hay mucha gente en la calle a esta hora y Pepe tiene que seguirla de lejos para no ser descubierto. A veces tiene miedo de perderla. Sería una pena porque le parece que la cosa se está poniendo interesante.

En una esquina Rita duda un momento, consulta otra vez el plano, mira el nombre de la calle. Está claro que nunca antes ha estado por aquí y que no está haciendo turismo busca algo muy concreto.

Por fin, delante del número 11 de un pequeño callejón, se para. Ha llegado a su destino: una casa blanca, pequeña pero bien cuidada, rejas y geranios que cuelgan de las ventanas y un inmenso jazmín que cubre la puerta de entrada. En el patio interior hay un ciprés muy alto, varias jaulas con pájaros y una mujer de mediana edad que canta una canción triste mientras barre.

Pepe ve a Rita entrar y decide esperarla. Pasan unos diez minutos y Rita vuelve a salir. Se nota que ha llorado. Ahora anda despacio, como sin saber adónde ir. De pronto se apoya en un árbol. La vista es magnífica. Al fondo se ve toda la Alhambra y, detrás, Sierra Nevada. Aún hay un poco de nieve. Pero Rita esconde la cara entre sus manos. Algo grave está pasando, pero Pepe sabe que no es el momento de hablar con ella.

Habrá otros momentos más adecuados. Ahora hay que volver al callejón, al número 11.

***

En el número 11, la mujer sigue barriendo y cantando.

—Buenos días. Mire, me han dicho que esta casa está en venta y quisiera hablar con el propietario. ¿Es usted?

—¿En venta? Me parece que se equivoca de casa. ¿No será el número 14, la de la esquina?

—No, no, me han dicho que era ésta, el 11…

—¡Qué, raro! El señor César no me ha dicho nada…

—¿El señor César?

—Sí, el dueño. Si quiere hablar con él..., lo mejor será que venga por la noche. Ahora estará trabajando, en el Parador o en Generalife. Es jardinero, ¿sabe usted? Y trabaja en los dos sitios.

—O sea, que por la noche…

—Sí, quizá. Aunque no es seguro. A veces no duerme aquí. Tiene también una casa en un pueblo, en Capileria, creo, y algunos días se va allí.

—Bueno, pues muchas gracias y perdone la molestia.

—De nada, hombre. Y vuelva a preguntar qué casa es la que se vende. Yo no creo que sea ésta. El señor César lleva ya muchos años aquí y siempre dice que no se va a ir ya de Granada.

—¿No es de aquí?

—No; es extranjero. No sé de dónde, pero extranjero.

«¿Ruso, inglés…?», se pregunta Pepe.

—¿Y usted se ocupa de la casa? —pregunta Pepe.

—Pues sí, vengo a limpiar un par de veces por semana, un rato. Ahora ya estaba terminando —contesta la mujer.

—Bueno, pues hasta la vista, y gracias de nuevo.

—Adiós, adiós.

Pepe piensa que lo mejor es esperar un rato y, cuando se haya ido la señora de la limpieza, visitar otra vez la casa.

***

A los pocos minutos Pepe ve a la mujer salir. Se mete en un jardín para que no lo vea, espera unos minutos y va hacia la casa.

La puerta del patio no está cerrada y la de la casa tiene una cerradura muy fácil de abrir. En unos segundos está dentro. La casa huele a limpio. Hay pocos muebles, muchos libros y un gato que mira curioso. Una cocina en la que se guisa poco, un pequeño baño, un dormitorio donde duerme un hombre solo o eso le parece a Pepe, un cuartito con herramientas y ropa de trabajo… Pepe vuelve al salón.

Hay un mueble con cajones. En el primer cajón hay un poco de todo: facturas, bolígrafos, una cámara, algunos casetes y… una foto. Pepe la coge y la mira con atención. Es una foto vieja de un grupo de personas. Pepe reconoce en seguida a una de ellas: Rita Iowsky, algunos años más joven. Hay otra mujer joven y tres hombres.

La cara de uno de ellos le parece familiar. «¡Es Bosch, claro! —descubre de pronto Pepe—. Mucho más joven, por supuesto. Por eso no lo he reconocido al principio. —Se dice a sí mismo cada vez más excitado por el descubrimiento».

En el mismo cajón, dentro de una cartera, hay un pasaporte. «Cesar Valbuena, nacido en Buenos Aires, el 3 de abril de 1946…». «De origen argentino, como Rita —piensa Pepe». En la foto aparece un hombre de mediana edad, de mirada dura y algo triste. Es el hombre joven de la foto. Pepe la vuelve a mirar y ve algo que no había visto antes: detrás pone, a lápiz. «Túnez, febrero 1966».

Pepe vuelve a dejar el pasaporte en su sitio, sale de la casa con la foto en el bolsillo y se pregunta cuál debe ser el siguiente paso.

Se siente cansado y tiene calor. Todavía tiene resaca y decide volver al Parador, darse una ducha, tomar una aspirina y… buscar a Diana. Luego seguirá trabajando.

***

Mientras se ducha, Pepe piensa con rapidez: tiene que encontrar a César, el misterioso jardinero argentino, volver a hablar con Rita…

Suena el teléfono. Es Nacho que quiere saber cómo van las cosas.

—He descubierto algunas cosas curiosas, pero no tengo nada seguro. Necesito un poco más de tiempo. Dos cosas importantes: primero, Rita Iowsky no debe marcharse de Granada…

—Tranquilo, no se va. Ha decidido leer la comunicación que iba a presentar Bosch. Una especie de homenaje…, ya sabes.

—¿Y cuándo será eso?

—Pasado mañana.

—Vale, hay tiempo. Y otra cosa… ¿Sabes qué hacía Bosch en Túnez en el 66?

—Alguien me ha contado que durante unos años trabajó con un equipo de arqueólogos… Sí, sí, ahora me acuerdo, en el norte de África, precisamente. Eso fue hace años, antes de dedicarse a la oncología.

—Ahora entiendo.

—¿El qué?

—Lo de las botas en la foto.

—¿Qué botas? ¿Qué foto? Pepe, ¿por qué no me cuentas…?

—Más tarde, más tarde… —lo corta Pepe.

No necesita mirarla para recordar con detalle la vieja foto. Todos llevaban botas y están en un lugar que podría ser unas excavaciones arqueológicas en el desierto.

***

Realmente la Alhambra de noche es una maravilla. Los congresistas pasean fascinados por lo que, ahora más que nunca, parece un palacio de las mil y una noches. La gente habla muy bajo y camina despacio.

Pepe ha encontrado por fin a Diana y pasea con ella por el Patio de los Leones. El ruido del agua le hace sentirse tranquilo. Por fin.

Diana sabe mucho sobre la Alhambra y se lo va contando.

—Esto era la parte privada, el «harem», donde vivía el sultán y…

De pronto se oye un grito, luego voces, pasos de gente que se dirige hacia el Patio de los Arreyanes.

Se ha roto toda la calma de hace un instante.

—¿Qué debe pasar? —pregunta Diana.

Pepe la toma del brazo y van con los demás hacia el otro patio. Pepe se abre paso entre la gente.

En el estanque flota un cuerpo, varias personas, con agua hasta las rodillas, se dirigen hacia él.

A los pocos minutos, sobre el mármol está el Dr. Forster, de nacionalidad británica, sesenta y tres años, de profesión arqueólogo… Había llegado esta tarde para participar en el Congreso. Al poco rato llega la policía.

—Tiene un golpe en la cabeza —dice el inspector Manzanares a Villa, que se aparta el pelo de la cara una y otra vez—. Como el otro…

Un especialista en estadística, también inglés, un tal Konckah, grita histérico:

—¡Quiero ver al cónsul inmediatamente! ¡Y marcharme de aquí…! Está claro que el próximo puedo ser yo, que también soy británico…

Pepe mira fijamente el cadáver. Le recuerda a alguien.

—¿Lo conocías? —le pregunta Diana.

—Sólo de vista —responde él. Ahora ya sabe que es el tercer hombre de la foto.

***

A las dos del mediodía un botones lleva a Pepe un teléfono al jardín.

—Una llamada para usted, señor.

—Gracias… ¡Susi!

—Sí. Anote, jefe. He encontrado un montón de cosas sobre ellos. No sé si lo ayudarán…

—Cuenta, cuenta.

—A ver… ¿Por dónde empiezo? Lo del viaje a Túnez le interesaba especialmente, ¿no?

—Sí.

—Fue una expedición arqueológica internacional.

En los libros que hemos consultado citan a Forster, que era algo así como el jefe de la expedición, y a un colaborador suyo. Y ahora viene lo raro: el colaborador se llamaba César Romualdo Iowsky. ¿No se equivocó, jefe, al darme los nombres? Usted me habló de una mujer que se llamaba Iowsky y de un tal César. Pero ése se apellida Valbuena, ¿no?

—Susi, eres una maravilla.

—No entiendo nada, jefe.

—No importa. Yo sí que empiezo a entender algunas cosas.

—Pues qué bien. ¿Sigo?

—Sí.

—Las excavaciones duraron alrededor de unos catorce meses y fueron un gran éxito, pero…

—¿Pero qué?

—Se interrumpieron. Hubo un accidente. Un terrible accidente, dice el artículo que he encontrado. Murió la hija de Foster. Se nos ha ocurrido, luego, buscar en los periódicos de la época, a ver si decían algo. Y hemos encontrado algo que quizá sea interesante. Acusaron al tal César de la muerte, por imprudencia o algo así. Pero le declararon inocente en el juicio.

—¿Algo más?

—Sí, en varias revistas de oncología aparece el nombre o artículos de Bosch. De todos modos me ha parecido muy técnico todo. ¿Quiere que le mande fotocopias?

—No, no creo que me sirvan. Lo que me has contado me aclara muchas cosas.

—¿Voy a Granada, jefe?

—No creo que haga falta, Susi. Me parece que el caso está casi terminado. Una cosa más, Susi.

—¿Sí?

—¿Siguieron trabajando juntos después César Iowsky y Bernard Forster?

—La verdad es que en todos los libros y revistas que hemos hojeado va apareciendo el nombre de Forster y sus excavaciones, pero no se vuelve a Hablar de Iowsky. ¡Ah!, otra cosa. Me ha comentado Ramiro, mi amigo el arqueólogo, que Forster venía ahora a España, a Granada, precisamente.

—Sí, mejor que no hubiera venido.

—¿Es uno de los muertos?

—Sí.

—Llámeme, jefe, en cuanto tenga un rato. Me muero de ganas de saberlo todo.

—Hasta pronto.

***

Treinta y cinco minutos después entran a toda velocidad en la ciudad de Granada y al cabo de un rato se encuentran los tres, Rita, Diana y Pepe, en una triste sala de espera al lado de la UVI, donde están intentando salvar a César. Han hecho el viaje en silencio. Pepe sabía que no era el momento de preguntar. Por suerte, el inspector Manzanares no sabe nada de todo esto y eso le da más tiempo. Además, el culpable ya no puede escapar…

De pronto, Rita empieza a hablar como si alguien le hubiera pedido que contara la historia. Diana pone en marcha discretamente una pequeña grabadora.

—Sí, César es mi hermano. Lo que pasa es que cuando vino a España, después de todo aquello, se cambió el apellido. Quería olvidar, olvidar su pasado, olvidarme a mí…

Pepe sabe que ahora ya puede intervenir. Incluso que Rita necesita hablar.

—¿Qué es «todo aquello», Rita?

—En los 60 estuvimos en Túnez. Nosotros, César y yo, quiero decir, éramos muy jóvenes. Sería largo contar cómo y por qué fuimos a esa expedición… A César, que había acabado sus estudios hacía poco, ese viaje le interesaba muchísimo. Se trataba de encontrar los restos de una ciudad romana que se había tragado el desierto.

—Siga…

—Las condiciones de trabajo eran muy duras, pero formamos un equipo muy agradable: el jefe, Forster, un médico amigo suyo, o sea, Raúl; la hija de Forster, que también estudiaba arqueología; César y algunos otros arqueólogos. La verdad es que nos llevábamos muy bien. Para todos fue una experiencia apasionante. Luego…, todo el mundo se volvió loco…

—¿Qué sucedió?

—César y Jasmina, la hija de Forster, se enamoraron locamente.

—¿Y?

—A Forster no le gustó nada la idea de ver a su joven hija con un pobre arqueólogo, brillante, pero con el difícil futuro de los arqueólogos. Empezó a tratar mal a César. Creo que, en el fondo, eran celos. Forster, que se había quedado viudo cuando Jasmina era un bebé, quería demasiado a su hija. Quizá tenía miedo de perderla, no sé. En esa época… Jasmina se quedó embarazada. Forster, que tenía mucho poder sobre su hija, la convenció para que abortara.

—Y el médico fue Bosch.

—Exactamente.

—Y la cosa salió mal…

—Sí. Luego, tuvieron que buscar un culpable. Inventaron un accidente, en una galería de las excavaciones.

—Y usted, ¿ha sabido eso todos estos años?

—No. Yo, cuando pasó todo, estaba en Europa. Me habían mandado a buscar un material necesario para seguir las excavaciones. No volví a ver a César. Desapareció tras el juicio. Y creí la versión de la historia que me dieron los demás. Era verosímil: el verdadero culpable huye avergonzado. El otro día, al entrar en el baño, comprendí que César había vuelto. Lo busqué, hablé con él, y entendí que durante muchos años yo había estado equivocada.

—¿Le dijo que iba a matar también a Forster?

—Sí. Intenté hablar con Bernard, pero no me tomó en serio. Dijo que veía fantasmas, que cómo iba a estar César en Granada…

Diana apaga su grabadora. Y todos se quedan callados unos minutos. Al rato habla Pepe.

—¿Pero por qué esperar tantos años? Podía haberse vengado antes.

—Él me dijo que nunca había pensado en vengarse. Cambió de profesión, de vida, de país… Ahora era jardinero…

—Sí, lo sé.

—Creo que se volvió loco al saber que los dos culpables venían al lugar de su exilio, de su nueva vida. Además, Bernard Forster iba a empezar a excavar en el jardín que cuidaba César. Exactamente donde cultivaba los jazmines, en honor a Jasmina…

—¡Qué absurda es la vida a veces! —no puede evitar decir Diana.

 




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