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CON LOS OJOS CERRADOS

Tengo solamente ocho años, pero cada día voy a la escuela. Y aquí empieza la tragedia, pues debo levantarme bien temprano porque la escuela está bastante lejos.

A eso de las seis de la mañana mamá empieza a despertarme y a las siete estoy sentado en la cama estrujándome los ojos. Entonces todo tengo que hacerlo corriendo: ponerme la ropa corriendo, llegar hasta la escuela corriendo y entrar corriendo en la fila pues ya ha tocado el timbre y la maestra aparece en la puerta.

Pero ayer fue diferente ya que la tía Grande Ángela debía irse a Oriente[64] y tenía que coger el tren antes de las siete. En casa se formó un alboroto enorme y con todo eso no me quedó más remedio que despertarme. Y, ya que estaba despierto, pues, decidí levantarme. La tía Grande Ángela, después de muchos besos y abrazos, se marchó y yo salí en seguida a la escuela, aunque todavía era bastante temprano.

No tenía que ir corriendo y andaba bastante despacio. Cuando fui a cruzar la calle me tropecé con un gato que estaba acostado en la acera. Lo toqué con la punta del pie pero no se movió. Al agacharme junto a él pude comprobar que estaba muerto. Seguramente lo había atropellado un coche. Era un gato grande y de color gris que sin duda no tenía ningún deseo de morir. Pero no se podía hacer nada y seguí andando.

Como todavía era temprano llegué a la dulcería donde siempre había dulces frescos y sabrosos. Había también dos viejitas en la entrada con las manos extendidas pidiendo limosnas. Solía darles una o dos monedas. Pero ayer sí que no pude darles nada porque mi peseta de la merienda la había gastado en pasteles de chocolate. Por eso salí por la puerta de atrás para que las viejitas no me vieran[65].

Ya sólo me faltaba cruzar el puente, caminar dos cuadras y llegar a la escuela.

En el puente me detuve un momento porque sentí una algarabía enorme allá abajo, en la orilla del río. Un grupito de muchachos tenía acorralada una rata de agua en un rincón; la acosaban con gritos y pedradas y la rata corría de un extremo al otro. Por fin, uno de los muchachos cogió una vara de bambú y golpeó la rata con fuerza. Los otros la tomaron y la arrojaron hasta el centro del río. La rata muerta no se hundió. Siguió flotando bocarriba hasta perderse en la corriente. Y yo me eché a andar.

“Bueno, − me dije, − qué fácil es caminar sobre el puente. Se puede hacerlo hasta con los ojos cerrados, pues a un lado tenemos las rejas que no nos dejan caer al agua, y del otro, el contén de la acera”. Y para comprobarlo cerré los ojos y seguí caminando. Al principio me sujetaba con una mano a la baranda del puente, pero luego ya no fue necesario. Estoy seguro de que con los ojos cerrados se puede ver muchas cosas, y hasta mejor que con los ojos abiertos...

Y con los ojos cerrados me puse a pensar en las calles y en las cosas, sin dejar de andar. Y vi a mi tía Grande Ángela que llevaba un vestido largo y blanco. Y me tropecé de nuevo con el gato en el contén. Pero esta vez, cuando lo rocé con la punta del pie, dio un salto y salió corriendo. Estaba vivo y se asustó cuando lo desperté. Seguí caminando con los ojos bien cerrados y llegué de nuevo a la dulcería. Como ya había gastado mi última peseta de la merienda no podía comprar ningún dulce y me conformé sólo con mirarlos. Estaba así mirándolos cuando oí dos voces que me preguntaron: “¿No quieres comer algún dulce?” Las dependientas eran las dos viejitas que siempre estaban pidiendo limosna a la entrada. No supe qué decir. Pero ellas adivinaron mis deseos y me regalaron una tarta grande de chocolate y de almendras. Cuando iba por el puente con la tarta grande en las manos, oí de nuevo el escándalo de los muchachos. Y (con los ojos cerrados) los vi allá abajo, nadando apresurados hasta el centro del río para salvar una rata de agua, pues la pobre estaba enferma y no podía nadar. Los muchachos sacaron la rata temblorosa del agua y la depositaron sobre una piedra. Entonces los fui a llamar para comer juntos mi tarta grande.

Palabra[66] que los iba a llamar y hasta levanté las manos con la tarta... Pero entonces, “puch”, me pasó el camión casi por arriba en medio de la calle que era donde sin darme cuenta, me había parado.

Y aquí estoy con las piernas blancas con el esparadrapo y el yeso. Tan blancas como las paredes de este cuarto, donde sólo entran mujeres vestidas de blanco para darme un pinchazo o una pastilla también blanca. Lo que acabo de contar no es mentira: sí que se puede ver muchas cosas con los ojos cerrados.

 

Preguntas del texto:

1. ¿Cuántos años tiene el pequeño protagonista? ¿Ya va a la escuela?

2. ¿Cómo pasa su mañana de ordinario?

3. ¿Por qué ayer fue diferente?

4. ¿Con quién se tropezó el chico cuando fue a cruzar la calle? ¿Qué le había pasado al gato?

5. ¿Quiénes siempre estaban a la entrada de la dulcería? ¿Por qué el chico no les dio dinero aquella mañana?

6. ¿Qué hacían los muchachos en la orilla del río?

7. ¿Por qué, según el niño, era fácil caminar por el puente con los ojos cerrados?

8. ¿Qué “vio” con los ojos cerrados?

9. ¿Qué le pasó en el momento cuando iba a llamar a los muchachos para comer juntos la tarta?

10. ¿Dónde está el chico ahora?

EL PÁJARO DEL BIOMBO

Uno de los recuerdos de mi infancia es el invernadero de la casa de mis padres. Nuestro invernadero estaba lleno de plantas preciosas, helechos, jacintos y palmeras de variedades increíblemente diversas, que mamá cuidaba y contemplaba mucho. Teníamos también un naranjo enano que, desde su orondo macetón, nos obsequiaba con frutas algo desabridas, cierto, pero no por eso menos codiciadas. “Esas naranjas son para mirarlas, hijitos; no para comerlas, − nos decía mamá. − ¡Tan lindas, asomadas por entre las hojas oscuras!”

También los peces, en su enorme pecera redonda, eran sólo para mirarlos. Y hasta los canarios, con sus alas pajizas y los ojillos negros eran más bien para la vista. Cuando se ponían a cantar como locos, a mamá le daba la jaqueca. “Mamá, − solía decir, − los pájaros del biombo me gustan más, porque, ¿sabes?, ésos no cantan”. En el invernadero había un biombo de laca con mandarín y muchísimos pájaros, volando, posándose, parados en las ramas de los árboles extraños. “Sí, pero tampoco se mueven, − me respondía ella. − ¿Tú ves? ¡Siempre igual!”

Detrás del biombo era donde ella guardaba sus avíos de pintura, el caballete, la paleta, el estuche de los colores y los pinceles. Mamá sabía pintar muy bien. Y para nosotros, verla pintar era una fiesta.

Un día, encontré una tablita de madera fina, muy bien pulimentada; y claro está, me apoderé de ella. “¿Para qué puede servir?” – preguntaba a mi hermanito Quique. Además de linda, la tablita era mágica: no tenía uso conocido... De repente se me ocurrió una idea. “Mira, mamá, lo que he encontrado. ¡Qué tablilla tan bonita! Tan bien recortada y tan lisa”. Mamá, distraída y un poco perpleja, le daba vueltas a la maderita. Y yo me atreví por fin: “Oye, mamá, ¿no crees que podrías pintarme aquí, en esta tablilla, alguna cosa para mí?” “Ya veremos”, − dijo y yo escuché esta palabra como una promesa.

Al día siguiente, a la hora del desayuno, que siempre nos servían en el invernadero, lo primero que hice fue preguntar a mamá si iba a pintarme algo en mi tablilla mágica. Después de examinar otra vez la tablilla, mamá preguntó:

− ¿Qué te pinto aquí?

− Un pájaro, − fue mi respuesta preparada.

− ¿Un pájaro? ¿Qué pájaro?

− Un pájaro del biombo, el gorrión.

− Y yo, − dijo entonces Quique, − también voy a buscar una tablilla para que me pintes[67] otro pajarito a mí.

Con mucho esmero mamá sujetó el trozo de madera sobre un cartón, colocó el cartón en el caballete, y en seguida embadurnó de pintura blanca la tablita, explicándome que ésa era la imprimación, necesaria para impedir que luego se reseque el óleo[68]. Y añadió que hasta el día siguiente no se podía empezar a poner colores sobre el fondo blanco...

Al mismo tiempo Quique buscaba por toda la casa una tablita igual a la mía, o parecida, para que mamá le pintara[69] otro pajarito. Lo que pudo encontrar fue una caja vacía de cigarros habanos. Le quitó la tapa, sacó meticulosamente los clavitos, y luego la puso en remojo para despegarle la etiqueta. A la mañana siguiente le mostró a mamá una lámina de oloroso cedro y ella le respondió lo que yo ya sabía: que esa madera era demasiado esponjosa; había que buscar otra mejor. Pues ésa chuparía la pintura, etc., etc.

Al fin mamá se instaló frente al biombo y dio comienzo a su obra.

Yo estaba seguro de que mamá sería capaz de copiar muy bien aquel gorrión tan gracioso, que parecía dispuesto a dar un saltito; pero, seguro y todo, la observaba con ansiedad...

Apenas podía creer mis ojos. En comparación con el pájaro que iba adquiriendo vida en la tablilla, el modelo del biombo parecía anodino, convencional, frío. Los colores que el pincel iba poniendo en mi tablilla eran cálidos como el cuerpecillo mismo del ave.

− ¡Mamá, qué maravilla! ¡Mucho más bonito que el modelo!

− ¿Te gusta?

− Mucho, muchísimo; pero dime una cosa, mamá: cuando la pintura se seque[70], ¿no perderá ese brillo? – Era mi miedo.

Me tranquilizó ella:

− Tú verás: daremos una mano de barniz al terminarla, y así conservará siempre el brillo.

Lleno de felicidad aquella noche debí de caer en la cama como un plomo. Cuando por la mañana me levanté y corrí al invernadero, ya estaban allí mamá y Quique tomando el desayuno. Pero antes de sentarme a la mesa me acerqué a echarle una mirada a mi pajarito.

− ¿Qué te pasa?, ¿qué te pasa, hijo mío? – me gritó mamá, demudada, a la vez que se precipitaba hacia mí.

No sabré decir si yo, antes, había proferido un grito, pero ahora no podía hablar: estaba como estupefacto. Mamá echó una mirada al caballete, y pudo ver entonces lo que yo había visto: una raya, marcada con un clavo o punzón, recorría desde lo alto de la tablilla el cuerpo de mi pájaro.

− Pero, ¿quién puede haberlo hecho? – exclamó mamá con la voz alterada.

Entonces yo empecé a sollozar: “Mamá, mamá, mamá.” Los sollozos me ahogaban. Ella, con un tono tan apagado, tan desolado que me extrañó en medio de mi aflicción, me dijo:

− Mira, hijito, esto no es nada, ¿sabes? Esto se arregla en seguida, vas a ver.

− Pero el pájaro nunca será igual...

− Sí, tonto, sí. Quedará igualito que antes. Exactamente igual.

Yo me daba cuenta de que eso era para consolarme; que no, que ya no podía quedar como antes.

¿Quedó como antes? Es curioso que no consiga acordarme[71] de nada más relacionado con la tablilla. Supongo que de repente perdí interés en ella. Tampoco mi madre siguió pintando. Y de ahí en adelante ya nunca volvió a tener holgura ni gusto para ese agradable pasatiempo.

 

Preguntas del texto:

1. ¿Qué parte de la casa recuerda muy bien el protagonista? ¿Cómo era?

2. ¿Qué tenían en el invernadero además de las plantas?

3. ¿Cómo era el biombo de laca?

4. ¿Cuál era el pasatiempo preferido de la madre de los niños?

5. ¿Qué encontró una vez el protagonista?

6. ¿Qué decidieron pintar en la tablita?

7. ¿Qué hicieron con la tablita el primer día del trabajo?

8. ¿Cuál fue la preocupación más grande de Quique aquel día?

9. ¿Qué tipo de tablita encontró él y por qué no sirvió para la pintura?

10. ¿Le gustó al chico la pintura de su mamá?

11. ¿Qué pasó a la mañana siguiente?

12. ¿Terminaron la pintura?

13. ¿Quién habría podido estropear la pintura?




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