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EL PASO DEL FUEGO

El pueblo entero asegura que ningún forastero es capaz de andar por las brasas encendidas. Amy Randall se quita los zapatos para demostrarles que se equivocan.

Esta noche es la Noche de San Juan. En San Pedro de Manrique, en la provincia de Soria, miles de personas esperan en torno a una gran hoguera para contemplar lo imposible: los hombres del pueblo van a andar sobre el fuego sin quemarse.

Tradicionalmente, en toda España se celebra con el fuego esta noche mágica, que marca el solsticio de verano. Por todo el país se encienden hogueras que arden hasta el amanecer. Pero no hay un sitio más espectacular que San Pedro de Manrique.

Los vecinos de este pueblo creen que la Virgen María los protege y por eso pueden andar descalzos sin quemarse sobre las brasas en la Noche de San Juan, es un rito muy antiguo, de origen pagano, que repiten cada año.

La hoguera es gigantesca y lleva toda la tarde ardiendo en la explanada de la ermita. La Guardia Civil cuida de que nadie tire al fuego ningún objeto metálico. La gente bebe vino y se acurruca cerca de las llamas para protegerse del frío.

Algunos me miran curiosos. Quizás se han enterado de que también yo voy a intentar pasar el fuego. Estoy asustada. Los vecinos de San Pedro tienen la protección de la Virgen, pero ¿y yo…? Acabaré en el hospital. ¿Cómo se me ha ocurrido meterme en este lío?

Todo empezó esta tarde, en uno de los bares del pueblo donde me encontraba con el alcalde y unos vecinos.

«Supongo que los turistas estarán deseando andar por el fuego», se me ha ocurrido decir. Se ha hecho el silencio. Me han mirado como si fuera de otro planeta. Un viejo me ha dicho: «Que lo intenten si quieren y les pasará como al cura del pueblo de al lado...». «¿Y qué le pasó?», le he preguntado yo. El viejo ha abierto mucho los ojos y con cara de triunfo ha gritado: «¡Que se quemó...!» y todos en el bar han empezado a reírse a carcajadas. «Nadie que no sea del pueblo puede pasar sobre el fuego sin quemarse», ha añadido el alcalde con cierta solemnidad, «¿y sabes por qué?, porque la Virgen sólo protege a los vecinos de San Pedro».

Para celebrar su discurso, el alcalde me ha invitado a otro vaso de vino. «Son ya tres vasos», he pensado yo, «pero como invita el alcalde no puedo decir que no». Los españoles se ofenden si te invitan a beber y tú no bebes. Y me lo he bebido.

Animada por el vino, me he atrevido a decir: «Pues yo creo que os equivocáis, creo que los forasteros también podemos pasar». Quizá han pensado que era un chiste porque se han empezado a reír más y más. «Bueno», ha dicho el farmacéutico secándose las lágrimas, «si la inglesita quiere probar, que pruebe. Yo tengo en la farmacia unas vendas y una crema muy buena para las quemaduras, las subiré esta noche a la ermita...». Y otra carcajada general. Yo he pensado: «Tierra, trágame», pero era demasiado tarde para volverme atrás.

Antes de la media noche la banda de música empieza a tocar para avisar a la gente. La adrenalina empieza a subir. De la gigantesca hoguera ya sólo quedan las brasas, pero brasas ardientes que reflejan las caras tensas de los participantes. Cesa la música, reina el silencio. Uno por uno los hombres del pueblo se quitan los zapatos y los calcetines. Con firmeza y sin dudarlo, cruzan las brasas ardiendo. Algunos llevan a mozas del pueblo sobre sus espaldas, siguiendo una tradición antigua. Busco en sus caras el miedo o el dolor, pero no lo veo. Caminan sobre el fuego como si fuera hierba fresca. Sin embargo yo estoy angustiada, «quizá se olviden de mí», me atrevo a pensar.

Estoy a punto de enfocar la cámara para sacar una foto cuando siento una mano sobre mi hombro. Me vuelvo sorprendida. Es el alcalde. «Bueno, inglesita, te toca a ti», me dice con media sonrisa. «¿A mí?», apenas puedo decir. «¿O es que vas a volverte atrás?». El farmacéutico y el cura me observan. Los tres creen que tengo demasiado miedo, que no voy a ser capaz.

Sí, tengo miedo, pero ahora tengo que hacerlo. Dejo la cámara en el suelo y me quito los zapatos. A mi alrededor todos callan. Se ha corrido la voz, todo el mundo sabe que una forastera va a intentar pasar el fuego. La Guardia Civil prepara una camilla por si acaso hay que bajarme al hospital. Soy consciente de que todos me miran y cierro los ojos. Intento pensar en la hierba fresca de los prados de Inglaterra y con los puños apretados doy un paso hacia delante.

Y ando como he visto hacer a los hombres del pueblo, con el paso firme, pisando fuerte y sin detenerme. Un impulso me empuja y casi sin darme cuenta estoy como una sonámbula al otro lado de la hoguera. No siento nada. Estoy como hechizada. Los gritos de la multitud me devuelven a la realidad. «Ahora me llevarán al hospital», pienso, pero la gente se acerca y entre gritos y aplausos, como si fuera un torero me llevan en volandas por la explanada. «Bravo, bravo!», gritan todos. Bueno casi todos. En un rincón veo las bocas abiertas del alcalde, el cura y el farmacéutico. No se explican qué ha pasado. Yo tampoco. Será la magia de esta noche especial que hace posible lo imposible y que transforma en héroes a las gentes sencillas de San Pedro de Manrique.




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