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Harry Potter

El vidrio que se desvaneció

 

Habían pasado aproximadamente diez años desde el día en que los Dursley se despertaron y encontraron a su sobrino en la puerta de entrada, pero Privet Drive no había cam­biado en absoluto. El sol se elevaba en los mismos jardincitos, iluminaba el número 4 de latón sobre la puerta de los Dursley y avanzaba en su salón, que era casi exactamente el mismo que aquél donde el señor Dursley había oído las omi­nosas noticias sobre las lechuzas, una noche de hacía diez años. Sólo las fotos de la repisa de la chimenea eran testimo­nio del tiempo que había pasado. Diez años antes, había una gran cantidad de retratos de lo que parecía una gran pelota rosada con gorros de diferentes colores, pero Dudley Dursley ya no era un niño pequeño, y en aquel momento las fotos mostraban a un chico grande y rubio montando su primera bicicleta, en un tiovivo en la feria, jugando con su padre en el ordenador, besado y abrazado por su madre... La habitación no ofrecía señales de que allí viviera otro niño.

Sin embargo, Harry Potter estaba todavía allí, durmien­do en aquel momento, aunque no por mucho tiempo. Su tía Petunia se había despertado y su voz chillona era el primer ruido del día.

—¡Arriba! ¡A levantarse! ¡Ahora!

Harry se despertó con un sobresalto. Su tía llamó otra vez a la puerta.

—¡Arriba! —chilló de nuevo. Harry oyó sus pasos en di­rección a la cocina, y después el roce de la sartén contra el fo­gón. El niño se dio la vuelta y trató de recordar el sueño que había tenido. Había sido bonito. Había una moto que volaba. Tenía la curiosa sensación de que había soñado lo mismo an­teriormente.

Su tía volvió a la puerta.

—¿Ya estás levantado? —quiso saber.

—Casi —respondió Harry

—Bueno, date prisa, quiero que vigiles el beicon. Y no te atrevas a dejar que se queme. Quiero que todo sea perfecto el día del cumpleaños de Duddy.

Harry gimió.

—¿Qué has dicho? —gritó con ira desde el otro lado de la puerta.

—Nada, nada...

El cumpleaños de Dudley... ¿cómo había podido olvidar­lo? Harry se levantó lentamente y comenzó a buscar sus cal­cetines. Encontró un par debajo de la cama y, después de sacar una araña de uno, se los puso. Harry estaba acostumbrado a las arañas, porque la alacena que había debajo de las esca­leras estaba llena de ellas, y allí era donde dormía.

Cuando estuvo vestido salió al recibidor y entró en la co­cina. La mesa estaba casi cubierta por los regalos de cum­pleaños de Dudley. Parecía que éste había conseguido el or­denador nuevo que quería, por no mencionar el segundo televisor y la bicicleta de carreras. La razón exacta por la que Dudley podía querer una bicicleta era un misterio para Harry, ya que Dudley estaba muy gordo y aborrecía el ejerci­cio, excepto si conllevaba pegar a alguien, por supuesto. El saco de boxeo favorito de Dudley era Harry, pero no podía atraparlo muy a menudo. Aunque no lo parecía, Harry era muy rápido.

Tal vez tenía algo que ver con eso de vivir en una oscura alacena, pero Harry había sido siempre flaco y muy bajo para su edad. Además, parecía más pequeño y enjuto de lo que real­mente era, porque toda la ropa que llevaba eran prendas viejas de Dudley, y su primo era cuatro veces más grande que él. Harry tenía un rostro delgado, rodillas huesudas, pelo ne­gro y ojos de color verde brillante. Llevaba gafas redondas siempre pegadas con cinta adhesiva, consecuencia de to­das las veces que Dudley le había pegado en la nariz. La única cosa que a Harry le gustaba de su apariencia era aquella pequeña cicatriz en la frente, con la forma de un relámpago. La tenía desde que podía acordarse, y lo primero que recor­daba haber preguntado a su tía Petunia era cómo se la había hecho.

—En el accidente de coche donde tus padres murieron —había dicho—. Y no hagas preguntas.

«No hagas preguntas»: ésa era la primera regla que se debía observar si se quería vivir una vida tranquila con los Dursley.

Tío Vernon entró a la cocina cuando Harry estaba dando la vuelta al tocino.

—¡Péinate! —bramó como saludo matinal.

Una vez por semana, tío Vernon miraba por encima de su periódico y gritaba que Harry necesitaba un corte de pelo. A Harry le habían cortado más veces el pelo que al resto de los niños de su clase todos juntos, pero no servía para nada, pues su pelo seguía creciendo de aquella manera, por todos lados.

 


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  1. A chill that had nothing to do with the iced champagne was stealing through Harry’s chest.
  2. A dark figure came bustling toward them, and Harry saw a glint of silver to the light of their wands. They had found Gryffindor’s sword.
  3. A mixture of gratitude and shame welled up in Harry. Had Lupin forgiven him, then, for the terrible things he had said when they had last met?
  4. A motherly-looking Healer wearing a tinsel wreath in her hair came bustling up the corridor, smiling warmly at Harry and the others.
  5. A paralyzing terror filled Harry so that he couldn’t move or speak. His Patronus flickered and died.
  6. A seam had split on Hermione’s bag. Harry wasn’t surprised; he could see that it was crammed with at least a dozen large and heavy books.
  7. A vivid image of the shrieking, spitting portrait of Sirius’s mother that hung in the hall of number twelve, Grimmauld Place flashed into Harry’s mind. “I bet there has,” he said.
  8. A whistling in Harry’s ear told him the Bludger had just missed him again; he turned right over and sped in the opposite direction.
  9. A young witch with short blonde hair poked her head around the curtain; Harry saw that she too was wearing magenta staff robes.
  10. After a few minutes’ progress up the dark tunnel, a distant sound of slowly shifting rock reached Harry’s ears.
  11. After a good night’s sleep, Harry felt nearly back to normal.
  12. After glancing once at this portrait, Professor McGonagall made an odd movement as though steeling herself, then rounded the desk to look at Harry, her face taut and lined.




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