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Preguntas

 

1. ¿Qué estaba haciendo Harry cuando Dudley entró en la cocina?

2. ¿Cómo era Dudley?

3. ¿Por qué se quejaba Dudley?

4. ¿Qué decía el padre con respecto a las quejas de su hijo?

5. ¿Cómo solían festejar el cumpleaños de Dudley?

6. ¿Qué pasó con la señora Figg?

7. ¿Por qué no le gustaba a Harry ir a la casa de la señora Figg?

8. ¿Cómo trataban los tíos a Harry?

9. ¿Por qué comenzó a llorar Dudley?

 

СРС

 

Traducir del ruso al español el diálogo

СРСП

 

Estudia los relatos para luego contarlos en clase.

 

 

Continuación

 

—Mi pequeñito Dudley no llores, mamá no dejará que él te estropee tu día especial —exclamó, abrazándolo.

—¡Yo... no... quiero... que... él venga! —exclamó Dudley entre fingidos sollozos—. ¡Siempre lo estropea todo! —Le hizo una mueca burlona a Harry, desde los brazos de su madre.

Justo entonces, sonó el timbre de la puerta.

—¡Oh, Dios, ya están aquí! —dijo tía Petunia en tono de­sesperado y, un momento más tarde, el mejor amigo de Dud­ley, Piers Polkiss, entró con su madre. Piers era un chico fla­cucho con cara de rata. Era el que, habitualmente, sujetaba los brazos de los chicos detrás de la espalda mientras Dudley les pegaba. Dudley suspendió su fingido llanto de inmediato.

Media hora más tarde, Harry, que no podía creer en su suerte, estaba sentado en la parte de atrás del coche de los Dursley, junto con Piers y Dudley, camino del zoológico por primera vez en su vida. A sus tíos no se les había ocurrido una idea mejor, pero antes de salir tío Vernon se llevó aparte a Harry.

—Te lo advierto —dijo, acercando su rostro grande y rojo al de Harry—. Te estoy avisando ahora, chico: cualquier cosa rara, lo que sea, y te quedarás en la alacena hasta la Navidad.

—No voy a hacer nada —dijo Harry—. De verdad...

Pero tío Vernon no le creía. Nadie lo hacía.

El problema era que, a menudo, ocurrían cosas extrañas cerca de Harry y no conseguía nada con decir a los Dursley que él no las causaba.

En una ocasión, tía Petunia, cansada de que Harry vol­viera de la peluquería como si no hubiera ido, cogió unas tije­ras de la cocina y le cortó el pelo casi al rape, exceptuando el flequillo, que le dejó «para ocultar la horrible cicatriz». Dud­ley se rió como un tonto, burlándose de Harry, que pasó la no­che sin dormir imaginando lo que pasaría en el colegio al día siguiente, donde ya se reían de su ropa holgada y sus gafas remendadas. Sin embargo, a la mañana siguiente, descubrió al levantarse que su pelo estaba exactamente igual que an­tes de que su tía lo cortara. Como castigo, lo encerraron en la alacena durante una semana, aunque intentó decirles que no podía explicar cómo le había crecido tan deprisa el pelo.

Otra vez, tía Petunia había tratado de meterlo dentro de un repugnante jersey viejo de Dudley (marrón, con manchas anaranjadas). Cuanto más intentaba pasárselo por la cabe­za, más pequeña se volvía la prenda, hasta que finalmente le habría sentado como un guante a una muñeca, pero no a Harry. Tía Petunia creyó que debía de haberse encogido al la­varlo y, para su gran alivio, Harry no fue castigado.

Por otra parte, había tenido un problema terrible cuan­do lo encontraron en el techo de la cocina del colegio. El grupo de Dudley lo perseguía como de costumbre cuando, tanto para sorpresa de Harry como de los demás, se encontró sen­tado en la chimenea. Los Dursley recibieron una carta ame­nazadora de la directora del colegio, diciéndoles que Harry andaba trepando por los techos del colegio. Pero lo único que trataba de hacer (como le gritó a tío Vernon a través de la puerta cerrada de la alacena) fue saltar los grandes cu­bos que estaban detrás de la puerta de la cocina. Harry supo­nía que el viento lo había levantado en medio de su salto.

Pero aquel día nada iba a salir mal. Incluso estaba bien pasar el día con Dudley y Piers si eso significaba no tener que estar en el colegio, en su alacena, o en el salón de la señora Figg, con su olor a repollo.

Mientras conducía, tío Vernon se quejaba a tía Petunia. Le gustaba quejarse de muchas cosas. Harry, el ayuntamien­to, Harry, el banco y Harry eran algunos de sus temas favori­tos. Aquella mañana le tocó a los motoristas.

—... haciendo ruido como locos esos gamberros —dijo, mientras una moto los adelantaba.

—Tuve un sueño sobre una moto —dijo Harry recordan­do de pronto—. Estaba volando.

Tío Vernon casi chocó con el coche que iba delante del suyo. Se dio la vuelta en el asiento y gritó a Harry:

—¡LAS MOTOS NO VUELAN!

Su rostro era como una gigantesca remolacha con bi­gotes.

Dudley y Piers se rieron disimuladamente.

—Ya sé que no lo hacen —dijo Harry—. Fue sólo un sueño.

Pero deseó no haber dicho nada. Si había algo que desa­gradaba a los Dursley aún más que las preguntas que Harry hacía, era que hablara de cualquier cosa que se comportara de forma indebida, no importa que fuera un sueño o un dibu­jo animado. Parecían pensar que podía llegar a tener ideas peligrosas.

Era un sábado muy soleado y el zoológico estaba repleto de familias. Los Dursley compraron a Dudley y a Piers unos grandes helados de chocolate en la entrada, y luego, como la sonriente señora del puesto preguntó a Harry qué quería an­tes de que pudieran alejarse, le compraron un polo de limón, que era más barato. Aquello tampoco estaba mal, pensó Harry, chupándolo mientras observaban a un gorila que se rascaba la cabeza y se parecía notablemente a Dudley, salvo que no era rubio.

Fue la mejor mañana que Harry había pasado en mucho tiempo. Tuvo cuidado de andar un poco alejado de los Durs­ley, para que Dudley y Piers, que comenzaban a aburrirse de los animales cuando se acercaba la hora de comer, no em­pezaran a practicar su deporte favorito, que era pegarle a él. Comieron en el restaurante del zoológico, y cuando Dudley tuvo una rabieta porque su bocadillo no era lo suficientemen­te grande, tío Vernon le compró otro y Harry tuvo permiso para terminar el primero.

Más tarde, Harry pensó que debía haber sabido que aquello era demasiado bueno para durar.

Después de comer fueron a ver los reptiles. Estaba oscu­ro y hacía frío, y había vidrieras iluminadas a lo largo de las paredes. Detrás de los vidrios, toda clase de serpientes y la­gartos se arrastraban y se deslizaban por las piedras y los troncos. Dudley y Piers querían ver las gigantescas cobras venenosas y las gruesas pitones que estrujaban a los hombres. Dudley encontró rápidamente la serpiente más grande. Po­día haber envuelto el coche de tío Vernon y haberlo aplastado como si fuera una lata, pero en aquel momento no parecía te­ner ganas. En realidad, estaba profundamente dormida.

Dudley permaneció con la nariz apretada contra el vi­drio, contemplando el brillo de su piel.

—Haz que se mueva —le exigió a su padre.

Tío Vernon golpeó el vidrio, pero la serpiente no se movió.

—Hazlo de nuevo —ordenó Dudley.

Tío Vernon golpeó con los nudillos, pero el animal siguió dormitando.

—Esto es aburrido —se quejó Dudley. Se alejó arras­trando los pies.

Harry se movió frente al vidrio y miró intensamente a la serpiente. Si él hubiera estado allí dentro, sin duda se habría muerto de aburrimiento, sin ninguna compañía, salvo la de gente estúpida golpeando el vidrio y molestando todo el día. Era peor que tener por dormitorio una alacena donde la úni­ca visitante era tía Petunia, llamando a la puerta para des­pertarlo: al menos, él podía recorrer el resto de la casa.

De pronto, la serpiente abrió sus ojillos, pequeños y bri­llantes como cuentas. Lenta, muy lentamente, levantó la ca­beza hasta que sus ojos estuvieron al nivel de los de Harry.

Guiñó un ojo.

Harry la miró fijamente. Luego echó rápidamente un vistazo a su alrededor, para ver si alguien lo observaba. Na­die le prestaba atención. Miró de nuevo a la serpiente y tam­bién le guiñó un ojo.

 


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